junio 15, 2005

Princesas (I): la de ánima de bardo

Cuando me preguntan, siempre contesto lo mismo. No la entiendo. Yo, que siempre había presumido de entender a las mujeres reconozco hoy que soy incapaz. Por completo. Sin embargo, ella es tan... ¿distinta? No lo sé, no puedo saberlo. Sólo se que me encanta perderme en sus ojos tormentosos y brillantes, que titilan como estrellas y los que veo bailar el mar embravecido.

Sólo se que me encanta el sonido de su risa, como de tintineo de cristal, como el repicar de una campanilla de plata, limpia y llena de insoportable dulzura.

Sólo se que cuando siento cerca su piel siento como mis nervios hormiguean, y se me nubla la mente.

Sólo se que es como una princesa salida de cuento, de alma de trovadora (y corazón de guerrera, lo reconozco), que tiene el don de saber confundirme, de dejarme en ascuas, de aumentar mi curiosidad y de hacerme desconectar de la odiada realidad.

Y entonces me doy cuenta que lo más importante no lo se.

Y nunca me atrevo a preguntar.