septiembre 20, 2005

De las Rosas (II)

Cuando abrí mi mano y sentí resbalar las gotas de sangre no me sentí como un idiota, pero sentí el vacío que deja la carne llagada y el escozor cálido de pequeñas rosas carmesíes brotando de mi piel, festoneadas de escarlata y fuego. Lamí mis heridas que dejaron en mis labios un deje salado e intenso, y me sentí de repente, solo en medio de un montón de gente. Observé con cuidado esas espinas pequeñas y escondidas, afiladas como los dientes del León de Nemea. Pero sus pétalos rozaron mis heridas con suavidad, dejando un matiz de perfume y de consuelo… un aroma de falsa esperanza.

Tengo su perfume insidioso y adictivo aún impregnado en mi piel, trayendo ese consuelo y ese dolor que ninguna otra flor puede traer, y viendo como cicatrizan las llagas sin infectarse me arrimo suavemente bajo la sombra del rosal y disfruto de su aroma mientras mi mano aún acaricia sus pétalos con delicadeza, buscando el cáliz verde y suave donde las espinas ya no brotan con la esperanza, vana pero no olvidada de aferrar esa rosa, aunque sea por consuelo.
Y es que no importa la suavidad de la mano que vaya a tomar la rosa, sinó la ternura de la rosa misma, que es quien dispone, con diabólica maestría, sus espinas, a veces tan pequeñas que a la vista permanecen ocultas y sólo pueden sentirse cuando atraviesan la piel de la mano que las roza. ¿Cómo aferrar una rosa por el cáliz y tronchar su belleza arrancándola del tallo? He ahí la paradoja. Lo bello y suave al tacto hiere, y aquello que no hiere, si tomado es menos bello.