septiembre 20, 2005

La insoportable levedad del capricho

Odio cuando el pasado siempre vuelve disfrazado, travestido de dulzura si fue amargo, se torna frío si antaño cálido, ajeno siempre al paso de los años. Me sorprende como hay personas que tienen el rostro de diamantina dureza para, tras tanto tiempo, acercarse como si nada hubiera pasado, esas personas que creen que pueden desaparecer de la vida de una personba y regresar al son de su propia melodía, cuando ellas quieran. Parecen creer que tienen el privilegio de poder controlar las vidas de otros, de marcar ese ritmo palpitante que marca el discurrir de los días.

Tengo la impresión que o bien el mundo no sabe entender un “se acabó”, o simplemente es que los que por él pululan tienen suficientes cojones como para que no le importe. Y es que aquí parece que todo hijo de vecino funciona por capricho, como si los que le rodean fueran peones en una partida de ajedrez que se jugara contra un invisible adversario. Funcionamos con la misma consigna: yo, yo, yo, yo, yo… Estúpido individualismo pobremente disimulado, orgullo fatuo, ¡dilo! ¡Egocentrismo! Ésa es la palabra. Ególatras y egocéntricas personas que pululan simulando tener quehaceres importantes y que dirigen, con una torva sonrisa en los labios, sus vidas y la de los demás, su ritmo, su melodía. Un tam-tam inaudible. Yo, yo, yo… Cómo odio esa falsedad hipócrita, esa simpatía de vendedor que te venden como amistad sincera y que apesta a superficialidad adulterada. Me encanta cuando la gente define las vidas ajenas como como páginas de un libro que pueden escribir como les plazca. Idiotas.

“Dios mueve al jugador, y éste la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza…?”