noviembre 16, 2005

Retorno a la Tierra de los Sueños Rotos

Castilla es una tierra de amargos contrastes. Allá donde la brisa no movía una sola brizna de hierba reseca, corre, como un fantasma, un mordaz viento gélido y aullante. El sol inclemente ha dejado su trono celestial a un plúmbeo manto grisazulado de nubes rápidas y eternas que derraman lágrimas heladas que hacen encogerse al corazón, que vagan tan bajas, tan próximas, que parece que con sólo extender la mano pudieras arrancar helados fragmentos vaporosos de su piel. Lo que antes eran campos amarillos y agonizantes es ahora un extraño mosaico de un esperanzador verde que salpica aquí y allá como una infección las grandes eras grises y pardas, verde con un gris enjuto de arbustos, matorrales y rastrojos que lacran los campos.

Sólo una cosa -amén de la inmutable quietud del sempiterno y umbrío horizonte- no ha cambiado: el tiempo sigue muerto en las callejuelas de los pueblos dejados de la mano de un Dios que nunca pasó por esta tierra baldía. El cielo alienta más ázil entre los retazos de las plomizas nubes (como si se complaciera en hacer más amarga su añoranza), y como silenciosos centinelas eternos, los árboles, cegados con un tonto orgullo, se retuercen y gimen pero se niegan a dejarse morir ante el paso devastador de la corte del Duque de Otoño.

¿Qué verso puede rendir tributo a esta atormentada tierra? No, no inspiró mi pluma sus campos bajo el dorado bruñido de Helios y tampoco ahora que el manto de cordero de Júpiter trae sobre ella lluvia y viento mis palabras pueden cubrir el pergamino.

No hay forma en que pinte de versos esta tierra de sueños rotos, esta tierra reseca, rota y gris por la que ha corrido la sangre que ahora corre por mis venas, esta tierra que acongoja el corazón: la Tierra de los Sueños Rotos.