enero 10, 2006

Pabellón terminal

En realidad, cuando escribí esto lo hice guardándolo en la memoria de notas de mi móvil para publicarlo en 'El Ruido y la Furia'; sin embargo, no he podido resistirme a escribirlo aquí. Lo escribí en el hospital clínico de Santiago de Compostela, tras visitar a un amigo de la familia afectado de un cáncer prácticamente terminal, sin saberlo. No se si es una lectura agradable, pero pienso que al haberlo escrito 'en caliente' ha conservado su sinceridad brutal. Gracias a todos los que lo lean.


Entrar en un hospital siempre me produce desasosiego. Me oprime el corazón ver esos largos pasillos llenos de cuerpos atormentados. Soy incapaz de soportar ese olor penetrante a medicina y desinfectantes que me llena de náusea. Odio ese ambiente aséptico y mórbido inundado de lo gemidos ásperos de los moribundos y el graznido asfixiado de voces ahogadas por cánulas y tubos y lloros de los que los velan; cómo soportar el dolor tangible que infecta el aire como una toxina, en pabellones y habitaciones que parecen cámaras de tortura, y donde la música de un respirador pone la banda sonorsa de películas sin final feliz.

La simple sensación de que la muerte acecha en cada cabezal parece apretarme la garganta con manos huesudas, y sintiendo el mismo ahogo de los que se apagan me aíslo de mi mismo y me concentro en no llorar. No hay nada más desalentador que entrar en un ala de hospital donde se acumulen hacinados los enfermos terminales vigilados por enfermeras de rostros hostiles que parecen haber sido intoxicadas por el mismo aire en conserva quer respiran los enfermos.

Me siento como un nuevo Judas al obligarme a sonreñir y sostener la burda mascarada de naturalidad y alegría que tejemos como actores de tercera fila enfrente del felizmente ignorante enfermo terminal.

Terminal, como una estación. Qué brutal eufemismo mal disimulado; parece un último desprecio destinado a ser el último recuerdo. Algunas malas lenguas han sugerido que ya tendría que estar acostumbrado a esto y que mi temor a los hospitales no es más que pura patraña. Ojalá lo fuera, pero quizás debido a mi larga relación con los hospitales he sido incapaz de impedir que la bola de nieve se vaya haciendo más grande, como he sido incapaz de evitar que siempre que entro en los espacios impersonales de un hospital acuda a mí con tanta facilidad una de las últimas imágenes que guardo de mi padre, vestido con uno de esos ridículos pijamas de hospital de ese aséptico azul, con esa desagradable palidez enfermiza, con sus manos débiles, su voz apagada y su rostro enflaquecido y demacrado en el que leía su tristeza; y sobre todo, sus ojos. Desprovistos de la luz y la vitalidad que les caracterizaba.

Sí, odio los hospitales. No puedo hacer menos.