junio 04, 2005

A la puesta de sol

Hace dos días, antes de volver a la rutina nocturna del hogar, tuve el capricho de ir a dar una vuelta. El sol saba unos últimos remoloneos en su circuito celeste y cada vez el cielo adquiría tonalidades más pastel. Recorrí las calles envuelto en mis pensamientos y acabé en un parque de la ciudad -el parque Miño- donde sentado en una cuesta bajo un árbol me recosté a descansar, absorto con la puesta de sol, bajo un festival de colores que iba desde un blanco azulado a un dorado difuminado.

Fue una lástima que las cercanas colinas y las últimas casas de la ciudad acortaran el postrer suspiro del sol, pero ahí, en ese ínfimo pedazo de mi ciudad, confluyeron muchos recuerdos y sensaciones acunado por el dorado tono que el cielo adquiría allí donde el orbe de fuego se hundía entre índigos y cárdenas. Desde esa cuesta veía un fragmento del curso del río, que oscuro -puesto que ningún rayo de sol destellaba ya sobre su rizada superficie- contiuaba incansable su curso. Se elevaba sobre él el Puente Romano, donde cuando era pequeño acudía con mis padres a ver los fuegos artificiales de las fiestas de Ourense. Aún, a veces, en ocasiones me puede la nostalgia y acudo aún a verlos, porque los fuegos de artificio siempre me impresionaron y hoy aún me parecen algo digno de ver.

Mientras el olor a flores y a verde me rodeaba, pude observar la casa donde durante un tiempo, pues el hospital estaba al lado, residió mi abuela. Ver ese séptimo piso con su balcón adornado con maderas de nuevo cubierto de flores y plantas trajo muchos recuerdos agradables.

También veía mi antiguo colegio, los Salesianos, y aunque muchos recuerdos amargos podían haber traído recorde todos y cada uno de esos momentos escasos pero enormemente bienvenidos de alegría que allí pase. Quizá por haber tenido una estancia en ocasiones tan dura el recordar momentos felices resultaba doblemente dulce.

Me fijé incluso en la fachada del hospital que vió morir a mi padre, que normalmente era incapaz de mirar porque me entristecía demasiado y sólo recordaba los más oscuros momentos de la enfermedad -del cáncer- que me lo arrebató. Ni siquiera entonces cesó ese bienestar que sentía correr por mis venas como una droga alucinógena. En esta ocasión vinieron a mí recuerdos agradables todos ellos, incluso algunos casi olvidados, y por un instante conseguí alejar de mí el fantasma de mi padre moribundo y volver a recordarle como cuando yo era aún pequeño.

Cuántos recuerdos, cuántos episodios de mi vida veía desde esa cuesta enverdecida por un césped mullido y fresco, un fragmento diminuto de mi ciudad…

El sol se ocultaba ya enteramente y los dorados y azules habían dejado paso a un rosa anaranjado lleno de fulgores velados, que daban al cielo una apariencia ligeramente irreal como la que se ve en esos cuadros que representan a Cristo en el cielo. Y por primera vez en muchos meses, en ese instante preciso me sentí completamente feliz.
Y aunque haya sido un espejismo, aunque la vida no haya cambiado en lo más mínimo, necesitaba un momento como ese. Incluso ahora el camino podría cubrirse de nuevo con nubes de tormenta porque nadie podrá arrebatarme ya ese fragmento de soledad que me trajo una pizca de la ansiada tranquilidad.