septiembre 27, 2005

De la gente

Los que me conocen saben bien que diferencio gente y personas. Las personas son, eso, personas. Existen, tienen personalidad, tienen vida. La gente es una masa anónima de clones que al ritmo de cantares místicos salidos de los infiernos de las mentes ociosas (Mercuccio debe estar removiéndose en su tumba). Odio la gente, porque las personas tienen sus defectos y sus virtudes, pero cuando una persona se une a la gente, se apaga, se vuelve una más... Pierde todo interés. Hay millones como ella. ¿Qué me das? ¿Qué me proporcionas? ¿Qué puedo darte yo?

Yo. Yo, yo, yo, yo, yo... eso gritamos todos, pero no nos escuchamos. O no nos essuchan, que es peor. Sólo quieren autómatas que asientan a sus palabras y les den la razón, que hagan que les comprendan, paguen el café y de cuando en cuando le den una carantoña, como cuando tu perro viene y te da la patita. Fascinante. Pues yo, de eso, me he cansado, y la verdad, es que para aguntar gilipollas, no me apetece buscármelos por el mundo adelante, conozco ya muchos. El diablo está en los detalles, dicen, y por los detalles me has demostrado que no vales nada. No, miento, eso sería mentir. Tienes cualidades que me gustan, ínfimas melodías de las esferas, de fachada eres una gran persona. De fachada. Luego, demuestras que no. Una persona apagada como una llama bajo el agua. Te comportas de forma extraña, errática y orgullosa. Y parece que tratas a los demás como con fingida compasíón.

Has desbordado el vaso, pero yo... Yo he cogido el vaso y lo estrellado contra la pared en una lluvia de agua y cristal. No hay vaso que puedas desbordar. Ahora, recoge el fruto de tu cosecha. La nieve de invierno ha llegado entre los dos.