julio 30, 2005

De las Rosas

Las rosas tienen espinas afiladas como la lengua de las arpías, y cuando se clavan en tu piel sientes ese escozor molesto que te hace sentir como un idiota. Has aspirado su aroma y te has dejado seducir por ese encantador tacto de sus pétalos que acariciaste dulcemente con la yema de tus dedos. Entonces, como atrapado mansamente en un conjuro, extiendes tu mano con suavidad, y cercada la presa cierras tus dedos y te aferras a ella como si estuvieras aferrando a un clavo ardiendo y sientes el desgarrar de las espinas en tu carne y abres la mano, azorado y ahogando un gemido y crispas el puño, cerrándolo y abriéndolo con fuerza y sientes como afloran pequeñas rosas carmesíes en tu palma, ese gotear de la sangre lento y ajeno a todo, el beso de una belleza cruel y despiadada y frágil y hechicera.

De cuando en cuando una mano rápida y despiadada arranca un pétalo de la rosa con la secreta esperanza de robar así un pequeño fragmento de la belleza y la fragancia de la misma; iluso el que lo hace, porque su pétalo se marchitará dejando el efímero recuerdo de una belleza que anhelará doblemente, y a cambio a esa rosa le dejará una belleza dolorida y mutilada, pero no más frágil. Surgirán más espinas.

Hay muchas clases de rosas. Tímidas, altivas, susurrantes, hermosas, mustias, luminosas, pequeñas, vibrantes, inmensas y tentadoras… Pero al fin y al cabo todas tienen algo en común. Esas espinas que parecen decirte mírame, mírame y anhélame y luego retira tu mano y lame en silencio sus heridas. Noli me tangere, parecen decir con un eco traído de la más vieja y oscura Edad Media, un exorcismo extraño y personal.

Algunos cuentan que en algunos jardines grises y opacos crecen pequeñas rosas casi ocultas de intenso rojo, desprotegidas y de fresco perfume, que no tienen espinas. Yo nunca he visto ninguna, a ninguna aferré para sentir que en verdad su tallo era suave y liso. Ni siquiera tengo la seguridad de que existan. Yo he aferrado ya mi rosa y creo sentir sus espinas atravesando mi piel. Trato de ahogar el gemido de mi garganta, pero no consigo ahogar la duda -esa duda futil y pequeña en la que reside mi esperanza- de pensar en qué veré cuando crispado el puño lo abra. Quizá realmente no se abran llagas en mi piel y entonces, sólo entonces, aferraré con fuerza mi rosa y disfrutaré de su perfume radiante por hallar al fin esa rosa sin espinas.