septiembre 20, 2005

Sensaciones de un retiro espiritual

Al fin, he regresado a mi banal pero querido Ourense tras unos días de solaz apartado del cruel mundo real, en una hermosa playa gallega en las habitaciones de un ya conocido camping-hotel. Que nadie se confunda, no ha sido divertido en modo alguno, pero me ha permitido aclarar la mente, algo que nunca viene mal, y hacer que Inspiración, últimamente tan infiel, vuelva a abrazarse a mí.

Y es que la nostalgia que este lugar me despierta ha traído consigo un ciento de recuerdos casi olvidados, soterrados en galerías polvorientas de mi mente, y cuyo retorno agradezco profundamente. Como las sensaciones que puedo relatar y que normalmente se encuentran tan lejos de mí.

Había olvidado lo que se siente al pisar la fina arena ligeramente humedecida, y me embriagué con esa sensación de libertad que trae el correr por una playa solitaria con el agua lamiéndote los tobillos (y aseguro que adelantar así a un golden retriever con ganas de correr no es nada fácil). El frío beso de las olas contra mis piernas eran como vaharadas de endorfinas corriendo por mi sangre.

Al atardecer, sentado en soledad en una de las dunas de la playa, que podido gozar de una preciosa puesta de sol como hacía meses que no veía. El cielo se festoneó a medida que avanzaba la caída del día en un festival de tonos y bruñidos que me dejaban sin habla con ese carrusel de color que iba desde un malva incierto hasta un naranja ardiente, casi rojo, que moría en ascuas ribeteadas al compás del avance de la noche. ¿Y qué decir del claro de luna? Nunca ví una playa más hermosa, mientras caminaba bajo el telón de la madrugada, acompañado por el rumor de las olas y el compás de mis propios pasos, bañado por la argéntea luz de una Selene henchida de luminosas galas, viendo los bancos de nubes bajas recorrer las sombras como silenciosos espectros. Bajo su mágico auspicio sentí que los secretos y sentimientos brotaban más libres y desahogué para mi calma un peso que atenazaba el espíritu y embotaba la mente.

Ha sido, en fin, exiliado en mi autoescogida soledad, una limpieza del alma, un cambio de aires no deseado, pero bienvenido. Supongo que eso compensa en parte el hecho de tener que lidiar con la insoportable banalidad de un lugar lleno de “militantes” del Inserso y ver todos los días los mismos rostros ajados caminando cansinamente por el polvoriento camuno que baja de la carretera. Compensa el hecho de que las horas se hagan eternas la sensación de que en este lugar es como si el tiempo se hubiera detenido. La nostalgia y la morriña que despierta ofrecen la sensación de que nada hubiera cambiado desde la primera vez que lo conocí.
Sinceramente, me encuentro encantado de que siga existiendo un lugar donde en el café del camping, cuando bajas temprano a la mañana siguiendo el aroma de tostadas y café recién hecho y pides un cola-cao te traigan el bote entero con una cuchara para que te sirvas al gusto, y no esas ridículas bolsitas propias de la cafetería de ciudad, tan liosas y propias de un oficinista aburrido que ha decidido cambiar su habitual café con leche por algo más dulce. Es imposible describir la sensación de familiaridad que despierta en mí el ver las letras pintadas en el espejo: “Desayunos: café con dos donuts. Café con tostadas. Chocolate…” Un lugar donde la coca-cola sigue sabiendo a coca-cola, a esa que tomaba en los años noventa. La sensación de que los recuerdos están al alcance de la mano y podrás acariciarlos con extender el brazo. Esa sensación… no tiene precio.

La insoportable levedad del capricho

Odio cuando el pasado siempre vuelve disfrazado, travestido de dulzura si fue amargo, se torna frío si antaño cálido, ajeno siempre al paso de los años. Me sorprende como hay personas que tienen el rostro de diamantina dureza para, tras tanto tiempo, acercarse como si nada hubiera pasado, esas personas que creen que pueden desaparecer de la vida de una personba y regresar al son de su propia melodía, cuando ellas quieran. Parecen creer que tienen el privilegio de poder controlar las vidas de otros, de marcar ese ritmo palpitante que marca el discurrir de los días.

Tengo la impresión que o bien el mundo no sabe entender un “se acabó”, o simplemente es que los que por él pululan tienen suficientes cojones como para que no le importe. Y es que aquí parece que todo hijo de vecino funciona por capricho, como si los que le rodean fueran peones en una partida de ajedrez que se jugara contra un invisible adversario. Funcionamos con la misma consigna: yo, yo, yo, yo, yo… Estúpido individualismo pobremente disimulado, orgullo fatuo, ¡dilo! ¡Egocentrismo! Ésa es la palabra. Ególatras y egocéntricas personas que pululan simulando tener quehaceres importantes y que dirigen, con una torva sonrisa en los labios, sus vidas y la de los demás, su ritmo, su melodía. Un tam-tam inaudible. Yo, yo, yo… Cómo odio esa falsedad hipócrita, esa simpatía de vendedor que te venden como amistad sincera y que apesta a superficialidad adulterada. Me encanta cuando la gente define las vidas ajenas como como páginas de un libro que pueden escribir como les plazca. Idiotas.

“Dios mueve al jugador, y éste la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza…?”

De las Rosas (II)

Cuando abrí mi mano y sentí resbalar las gotas de sangre no me sentí como un idiota, pero sentí el vacío que deja la carne llagada y el escozor cálido de pequeñas rosas carmesíes brotando de mi piel, festoneadas de escarlata y fuego. Lamí mis heridas que dejaron en mis labios un deje salado e intenso, y me sentí de repente, solo en medio de un montón de gente. Observé con cuidado esas espinas pequeñas y escondidas, afiladas como los dientes del León de Nemea. Pero sus pétalos rozaron mis heridas con suavidad, dejando un matiz de perfume y de consuelo… un aroma de falsa esperanza.

Tengo su perfume insidioso y adictivo aún impregnado en mi piel, trayendo ese consuelo y ese dolor que ninguna otra flor puede traer, y viendo como cicatrizan las llagas sin infectarse me arrimo suavemente bajo la sombra del rosal y disfruto de su aroma mientras mi mano aún acaricia sus pétalos con delicadeza, buscando el cáliz verde y suave donde las espinas ya no brotan con la esperanza, vana pero no olvidada de aferrar esa rosa, aunque sea por consuelo.
Y es que no importa la suavidad de la mano que vaya a tomar la rosa, sinó la ternura de la rosa misma, que es quien dispone, con diabólica maestría, sus espinas, a veces tan pequeñas que a la vista permanecen ocultas y sólo pueden sentirse cuando atraviesan la piel de la mano que las roza. ¿Cómo aferrar una rosa por el cáliz y tronchar su belleza arrancándola del tallo? He ahí la paradoja. Lo bello y suave al tacto hiere, y aquello que no hiere, si tomado es menos bello.